El miedo en la Biblia


("The Great Day of His Wrath". John Martin, 1853)

Aquellos que han prestado atención durante sus lecturas de la Biblia habrán encontrado a menudo escenas terroríficas. En sus páginas a los creyentes se les exige temor y temblor explícitamente. No un temor similar al que se le pueda tener a un imprevisible padre borracho montado en cólera, ¡no!, según el mismo Jesucristo, ese temor ha de ser infinitamente mayor. “No temáis –decía él- a los que matan el cuerpo, y después nada más puedan hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer. Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder para echar en el infierno” (Lc.12:4-5, comp. Is.8:12-13).

¿Temer a Dios?. El hombre prefiere hoy temer a la crisis pero no le ocurría lo mismo a los personajes bíblicos que a menudo definían a Dios con términos como “temible” o “terrible” (Gn.28:7/Ex.15:11-16/Ex.10:17-21). El autor de Lamentaciones declara que “El Señor llegó a ser como enemigo” (Lm.2:5) y Job llega incluso a llamarle “cruel” (Job 30:21) porque si de algo estaban convencidos los judíos era de que tanto lo bueno como lo malo, todo lo que les sucedía, venía de Dios. "Jehová mata, y él da la vida" (Is.2:6). “¿Recibiremos de Dios el bien y el mal no lo recibiremos?” (Job 2:10). “¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?, ¿de la boca del Altísimo no sale lo malo y lo bueno?” (Lm.3:37-38).

Sentados en nuestros cómodos sillones es difícil hacerse una idea pero ¿no era acaso algo temible y terrible contemplar, como contemplaba el autor de Lamentaciones, a madres que se comían a sus propios hijos para no morir de hambre (Lm.4:10)?. Y sin embargo ese era parte del castigo a la desobediencia que había sido advertido por Dios mismo desde hacía años tanto en su Ley (Lv.26:29) como por sus Profetas (Jer.19:9). Tampoco creo que deje de ser terrible el detallado relato de la anunciada muerte de Jezabel, que tras ser arrojada por una ventana “parte de su sangre salpicó en la pared, y en los caballos; y él la atropelló. Entró luego, y después que comió y bebió, dijo: Id ahora a ver a aquella maldita, y sepultadla, pues es hija de rey. Pero cuando fueron para sepultarla, no hallaron de ella más que la calavera, y los pies, y las palmas de las manos. Y volvieron, y se lo dijeron. Y él dijo: Esta es la palabra de Dios, la cual él habló por medio de su siervo Elías tisbita, diciendo: En la heredad de Jezreel comerán los perros las carnes de Jezabel, y el cuerpo de Jezabel será como estiércol sobre la faz de la tierra en la heredad de Jezreel” (II Re.9:30-37).

La justicia de Dios no siempre se retarda tanto, como sabemos gracias a textos como el del hombre que es apedreado por no guardar el día de reposo en Nm.15:35; el de aquel que murió en el intento de sujetar el Arca del Pacto en II Sa.6:6-7; el de los dos osos enviados para despedazar a cuarenta y dos muchachos que insultaban al profeta Eliseo en II Re.2:24; o el de aquel en el mismo Nuevo Testamento donde un matrimonio cae muerto en un instante al intentar engañar a Dios en Hch.5:1-11.

Es cierto que Dios no parece pedir directamente a David que le corte los genitales a doscientos filisteos como dote para su primera mujer (I Sa.18:27), ni tampoco a Sansón que matara a mil de los mismos a raíz de que le quitaran la suya (Jue.14:12-15:16). Pero debemos tener en cuenta también que Dios había pedido en general a su pueblo Israel desde hacía muchos años que sacara de aquellas tierras, no sólo a esos, sino también a todos los demás con sus mujeres y sus hijos no precisamente por la vía de la negociación (Dt.2:34, 3:6, Jos.6:17, 8:2, 10:10-11, 11:10-11, I Sa.15:3). “No hubo -dicen las Sagradas Escrituras- ciudad que hiciese la paz con los hijos de Israel salvo los heveos que moraban en Galaán; todo lo tomaron en guerra. Porque esto venía de Jehová, que endurecía el corazón de ellos para que resistieran con guerra a Israel, para destruirlos, y que no les fuese hecha misericordia, sino que fuesen desarraigados” (Jos.11:19-20). "Mata a hombres, mujeres, niños, y aun a los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos" -le ordenaba Jehová todavía a Saúl (I Sa.15:3). Y esto era serio hasta el punto de que cuando al ejército se le ocurre conservar la vida a una parte del pueblo enemigo Dios muestra su enojo (Nm.31:14-17/I Sa.15:9-11). “Tu vida será por la suya, y tu pueblo por el suyo” -le diría Dios al rey Acab después de que éste le perdonara la vida al astuto rey de Siria (I Re.20:41-43). “¡Maldito el que se niegue a tomar parte de la matanza!” -gritaba Jeremías contra Moab (Jer.48:10, versión DHH). “¡Dichoso el que tomare y estrellase a tus niños contra la peña!” -escribía también el salmista (Sal.137:9, comp.Os.13:16). “Cercano está el día grande de Jehová, cercano y muy próximo; es amarga la voz del día de Jehová; gritará allí el valiente. Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento, día de trompeta y de algazara sobre las ciudades fortificadas, y sobre las altas torres. Y atribularé a los hombres, andarán como ciegos, porque pecaron contra Jehová; y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira de Jehová, pues toda la tierra será consumida con el fuego de su celo; porque ciertamente destrucción apresurada hará de todos los habitantes de la tierra" (Sof.1:14-18). ¿Pudo aprobar Dios el degollamiento masivo de los sacerdotes de Baal incluso a manos de sus propios profetas (I Re.18:40/II Re:10-24)?. Según la Biblia sí.

Con seguridad muchos tropiezan en estos textos porque tienen un falso concepto de Dios que no tenían los judíos. Jehová había firmado otros muchos textos terribles como Lv.26:14-25, Jer.16:1-12,… textos que la hedonista sociedad contemporánea califica de obscenos y que muchos cristianos insisten en justificar de manera cobarde y confusa -cuando no pueden evitar esconderlos-, como si no fuese más terrible lo que hace la injusticia del hombre sobre la que están cayendo esos juicios de Dios.

El temor no es sino el convencimiento de nuestra incapacidad de afrontar por nuestras propias fuerzas una situación. El “respeto”, que muchas veces pretende hacerse pasar por “temor” en la pluma de algunos escritores cristianos, es algo que según la Biblia nos debemos unas personas a otras (Stg.2:3/Heb.12:9) pero que no tiene demasiado que ver con el “temblor” (Fil.1:!2, Sal.2:11) demandado por Dios. Jesucristo dejaba clara la diferencia entre ese respeto y ese temor, por ejemplo, cuando en la parábola del juez injusto describe en dos ocasiones a un juez que "ni temía a Dios, ni respetaba a hombre" (Lc.18:2, 4). De hecho Jesucristo despreciaba a menudo el respeto que manifestaron tener por él personas de la categoría de Nicodemo precisamente porque el “respeto” lo único que hacía era rebajar su condición divina a la humana (Jn.3:1-15).

No vemos en las Sagradas Escrituras a un Dios que se deje impresionar por las normas de conducta propias de cada una de las épocas y culturas del hombre. De todos estos textos se comprende entre otras cosas como en la Biblia no se sacraliza la vida del hombre y mucho menos el despotismo con el que éste sobre valora la suya propia sobre la de los demás. Se ha dicho que el hombre ha sacralizado la vida pero ¿sacraliza realmente el hombre la vida?, ¿se compromete realmente con ésta idea?. Tenemos buenas razones para pensar que no pues aparentemente ante la desgracia de los demás lo único que le preocupa al hombre es en qué medida podría haberle afectado a él particularmente. Es por eso que puede espantarnos la contemplación de un accidente de tráfico próximo a nosotros, pero nos sea indiferente cómo en otros lejanos países puedan morir rápida o lentamente de hambre miles de personas cada día. “¡Ay de ti, ciudad sanguinaria -exclamaba el profeta en nombre de Dios-, toda llena de mentira y de rapiña, sin apartarte del pillaje! Chasquido de látigo, y fragor de ruedas, caballo atropellador, y carro que salta; jinete enhiesto, y resplandor de espada, y resplandor de lanza; y multitud de muertos, y multitud de cadáveres; cadáveres sin fin, y en sus cadáveres tropezarán, a causa de la multitud de las fornicaciones de la ramera de hermosa gracia, maestra en hechizos, que seduce a las naciones con sus fornicaciones, y a los pueblos con sus hechizos. Heme aquí contra ti, dice Jehová de los ejércitos, y descubriré tus faldas en tu rostro, y mostraré a las naciones tu desnudez, y a los reinos tu vergüenza. Y echaré sobre ti inmundicias, y te afrentaré, y te pondré como estiércol. Todos los que te vieren se apartarán de ti, y dirán: Nínive es asolada; ¿quién se compadecerá de ella? ¿Dónde te buscaré consoladores?” (Nahum 3:1-7). En realidad muchos de los textos más terribles de la Biblia, como Jue.19:29-30, II Re.3:27, 18:27, Lc.13:1,… están en realidad describiendo las injusticias de los hombres sobre otros hombres fuera de la voluntad de Dios. No obstante sobre eso ya se escribe mucho en los libros de historia. Las Sagradas Escrituras están mucho más interesadas en mostrar cómo reacciona Dios mismo ante esa crueldad humana, ante ese repetido “clamor” (Gn.18:21), ante ese “gemido” (Ex.2:24) humano, ante el que parece responder.

Para llegar a entender si es apropiado utilizar como Job la palabra cruel para calificar esa reacción es importante reparar en que a menudo le vemos gravemente afectado por todo ello (Gn.6:5-6/Jn.11:35): “Mi corazón se conmueve, se inflama toda mi compasión” (Os.11:1-12) –decía él mismo a través del profeta Oseas. “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues y viviréis”, decía el profeta Ezequiel (Ez.18:32); “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis”, decía por otro lado el profeta Jeremías (Jer.29:11). “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Ex.34:6-7). Moisés ilustra con este texto lo íntimamente que estaban ligadas en la mente de su pueblo la idea de misericordia y la de castigo. A sus ojos Dios era misericordioso precisamente porque castigaba al malvado (Is.61:1-2). Ninguno de esos terribles castigos que Dios trae sobre las personas parece venir por capricho, sin una previa causa y -lo que es más alentador- sin una previa advertencia. Advertencia que pretendía la corrección y salvación de las personas, y que no siempre fue ignorada como ocurrió en Nínive para triste pena de Jonás, el profeta, que habría preferido a diferencia de Dios el exterminio de esas personas que tanto daño habían causado a su propio pueblo (Jon.4:10-11). Aún cuando la advertencia es desoída por la mayor parte del pueblo vemos a Dios preocupado por si alguno de entre ellos le cree, como ocurrió en el caso de Noé (Gn.6:7-8) o Lot (Gn.19:11-13), para evitar que tan sólo un justo perezca por el injusto. No vemos en las Escrituras a un Dios impasible ante los que practican la violencia, tuercen la justicia o sacrifican niños a sus dioses, pero tampoco vemos a un Dios imprevisible que nadie oye o ve venir. Existe una clarísima intención didáctica y -lo que es aún más ignorado- benéfica, detrás de estos terribles actos de Dios. Ya desde un principio, ante el temor que Israel mostró cuando recibió la Ley de Moisés, Jehová dijo: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días, todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre” (Dt.5:29).

Esa idea de un Dios bondadoso que sólo busca darle gusto a los hombres salvo cuando se hace el sueco, momento en el cual actúa en su lugar otro dios más malvado, no es tan bíblica como popular. Satanás, que es a menudo la persona a la que generalmente se le achaca la mayor parte de las terribles desgracias que le ocurren al hombre, aparece en realidad en la Biblia como un ser sometido por Dios a servidumbre. En rebeldía y en destierro, no puede evitar tener que pedirle permiso a Dios para hacer lo que realmente desea hacer aun en los detalles más insignificantes (Job 1:6-12, Lc. 22:31, Jue. 9:23, 2 Sa. 24:1 comp. I Cr 21:1). Con todo ese temor servil que muestran los demonios no impresiona a Dios en absoluto según el apóstol Santiago porque no va acompañado ni de obediencia ni de amor (Stg.2:19). Por esto también podemos deducir que a Dios no le interesa provocar temor como un fin en sí mismo.

“Temblad y no pequéis” –le pide Dios al hombre a través del salmista (Sal.4:4). Todo lo que temían los demonios en Gadara era el castigo: “te ruego que no me atormentes” (Lc.8:28) –decían ellos, pidiéndole además que les siguiera dejando hacer lo que querían. Es ese tipo de temor, el mero temor al castigo, el que es alejado por el amor según I Jn.4:8. Según este texto ese temor infructífero, el temor al “castigo” es sustituido en los creyentes, gracias a la obediencia y el amor, por la “confianza en el día del juicio”. Es decir que el amor, el amor verdadero del que habla el apóstol, no da la confianza en algún tipo de perdón universal de Dios, ni siquiera en que nada de lo que hagamos siendo creyentes será castigado, sino exclusivamente “en el día del juicio” (I Jn.4:17). Por otro lado, si contamos con que la verdadera obediencia está íntimamente ligada según las Escrituras al amor (I Jn.5:3), debemos concluir que el temor que espera Dios de los hombres –que es el que produce obediencia- debe estar también íntimamente ligado al amor (Is.29:13). De no ser así se haría imposible comprender ese paradójico mandamiento que pide: “alegraos con temblor” (Sal.2:11). María Magdalena y la otra María, que tanto tiempo habían pasado junto a Jesucristo, debían haber aprendido esto de él cuando se dice que tras enterarse de que su maestro había resucitado salieron “del sepulcro con temor y gran gozo” (Mt.28:8). “Porque no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres. Desmenuzar bajo los pies a todos los encarcelados de la tierra. Torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo. Trastornar al hombre en su causa, el Señor no lo aprueba.” (Lm.3:33-36).

Las drásticas actuaciones de Dios son contundentes y terribles, pero tan rápidas y limpias como la amputación de un miembro contagioso que es dolorosamente eliminado para evitar una tragedia mayor. La misma posesión de la tierra prometida habría sido infinitamente menos sangrienta y dolorosa de lo que finalmente fue de haber sido tomada por entero de una sola vez tal y como pidió Dios a Israel. “Las destruirás del todo, no harás con ella alianza, ni tendrás de ellas misericordia, y no emparentarás con ella” (Dt.7:1-5). No es casual que la tortura, que mantiene por mucho tiempo el dolor de las personas, esté ausente en la mayor parte de las intervenciones violentas del Israel que obedece a Dios a diferencia de lo que lo ha estado en las del resto de los pueblos a lo largo de historia universal. Israel, de hecho, no siempre era el instrumento que Dios utilizaba para traer justicia sobre los hombres sino que en multitud de ocasiones encontramos como utilizaba a naciones vecinas para castigar a su propio pueblo escogido e incluso a otras para castigar posteriormente a ese pueblo gentil que primero había utilizado como instrumento en contra de Israel (Is.10:24-26/13:17:22//51:22-23). Todo ello, además, con un plan de redención detrás también para el pueblo gentil como se descubre por ejemplo en Is.19:21-25. La tortura o el castigo al que es sometido el hombre es un derecho que se reserva exclusivamente Dios -"Mía es la venganza" (Dt.32:35/Ro.12:!9/He.10:30), dice el Señor- porque en la Biblia se parte siempre desde el hecho de que “todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Sal.14:3/Ro.3:12). “He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo; los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mis vestidos, y manché todas mis ropas. Porque el día de la venganza está en mi corazón, y el año de mis redimidos ha llegado. Miré, y no había quien ayudara, y me maravillé que no hubiera quien sustentase; y me salvó mi brazo, y me sostuvo mi ira. Y con mi ira hollé los pueblos, y los embriagué en mi furor, y derramé en tierra su sangre.” (Is.63:3-6). Si nadie hace lo que es justo entonces nadie, aparte de él, puede juzgar y ajusticiar al prójimo rectamente por su cuenta. Por la misma razón, por esa misma incapacidad de juzgar rectamente, cualquier intento de justificación que el hombre haga también de sí mismo comienza construyendo sobre el fracaso. “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado” (Jn.3:18) -dijo Jesús. Si todos estamos en la misma condición, si todos hemos sido ya por naturaleza condenados a la muerte, y ciertamente moriremos a no ser que se interponga la fe, la pregunta entonces no es ‘por qué mueren todas esas personas’ sino ‘por qué se les ha permitido vivir’. Y la respuesta que da la Biblia a esta pregunta es bien sencilla: “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (II Pe.3:9).

Muchos insisten en hacer una gran diferenciación entre Jehová en el Antiguo Testamento y Jesucristo en el Nuevo Testamento ignorando no sólo las innumerables muestras de misericordia que demuestra Jehová -la promesa de Cristo por ejemplo es una de ellas- sino también las constantes advertencias de juicio de Jesucristo que prometen ser aún más terribles que las del Antiguo Testamento (Lc.10:11-12, He.10:26-31,…). “¡Horrenda cosa es caer en las manos del Dios vivo!” -escribía el autor de Hebreos en el Nuevo Testamento. Jesús, lejos de la imagen tolerante y bonachona que muchos pretenden vender de él, hablaba de si mismo como de la serpiente que Moisés levantó en el desierto ante la cual sólo mirándola uno podía ser sanado de una muerte segura (Jn. 3:14). Ante la tercera parte de toda la humanidad que muere bajo las plagas de los cuatro ángeles de Apocalipsis 9 en el Nuevo Testamento, los 185.000 cadáveres con los que el ángel de Jehová cubrió el campamento sirio en una noche descrita en el Antiguo Testamento (Is.37:36) dan, a pesar de todo, la impresión de ser pocos. No creo que haya duda tampoco de la gravedad de la visión del apóstol Juan, que cierra con su libro del Apocalipsis el canon bíblico, cuando describe unas langostas a las que “les fue dado, no que los matasen, sino que los atormentasen cinco meses; y su tormento era como tormento de escorpión cuando hiere al hombre. Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos” (Ap.9:5-6). Un poco más adelante describe también un caballo de cuya “boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones; y él las regirá con vara de hiero; y él pisa el lagar del vino de su furor y de la ira del Dios Todopoderoso” (Ap.9:15)… “cuyo nombre es EL VERBO DE DIOS” (v.13).. Es por medio de este Verbo de Dios, que el mismo apóstol identifica con Jesucristo (Jn.1:1), que Dios hace finalmente misericordia del hombre ofreciéndole perdón por sus pecados no precisamente por la indolencia o el hastío, sino por un doloroso sacrificio y una de las más espantosas muertes en el que es precisamente el Hijo de Dios quien asume obedientemente sobre sí mismo todo el castigo que merecíamos nosotros (He.9:27-28). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn.3:16). La muerte de Jesús es en parte esa amputación, terrible, que hace posible que sus discípulos no tengan que enviar fuego del cielo que consuma a sus enemigos como había hecho Elías en el Antiguo Testamento (Lc.9:54-56). Pero ese Hijo, resucitado y habiendo recuperado ya su Trono, a pesar de aquellos que dicen aún hoy que “Jehová ni hará bien, ni hará mal” (Sof.1:12), promete volver para hacer un final acto de justicia que sin duda alienta a los justificados y escandaliza a los soberbios. En último extremo ¿quién puede negar lo terrible del infierno, donde en boca de Jesús “será el lloro y el crujir de dientes” (Mt.24:51).

“He aquí yo vengo pronto, -decía también él- y mi galardón conmigo, a recompensar a cada uno según su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad. Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” (Ap.22:12-15).

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