El libro de Raimundo García Carrera titulado "Les
Bruixes de Caldes de Montbui" es una obra interesantísima auto-editada en
1985. Pensar que mi propia hija pasará sus primeros y delicados años, aprendiendo a leer en la misma colina donde
años atrás eran ejecutadas públicamente decenas de mujeres acusadas de
brujería, me parecía una idea de lo más sobrecogedora.
Cuando mi buena amiga
Enriqueta me dejó finalmente el libro reparé inmediatamente en la ley bíblica
antiquísima que hay impresa en la portadilla: "No deixarem en vida la bruixe". Al leerla un
profundo sentimiento de angustia creció en mí, recordándome que no sólo los
judíos, sino también los católicos y los protestantes han continuado quitándole
la vida a estas mujeres hasta el 1751. Raimundo identifica una de estas
ejecuciones apoyadas por las autoridades y por el pueblo de Caldes de Montbui el
16 de agosto de 1620.
"Erráis porque ignoráis las escrituras" -le
decía Jesús a los estudiosos de estas leyes antiguas. El mismo apóstol Pablo enseñaba
alrededor del año 58 que esas leyes
habían sido dadas a Moisés para demostrar que no hay nadie que sea justo, que
todos habíamos sido pesados en la balanza de la justicia y todos, sin
excepción, habíamos sido hallados faltos. Que todos, independientemente de la
creencia, somos incapaces de cumplirlas. Y citaba una fuente todavía más
antigua, la del salmista, muy probablemente antes del 970 a.C., que decía que
"No hay quien haga el bien".
La espantosa cruz donde Jesucristo
entregó su vida guarda una significativa semejanza con otro espantoso episodio
al que se refiere la Biblia precisamente cuando esas leyes fueron dadas,
alrededor del 1400 a.C. Nos remonta al momento en el que cientos de personas,
indistintamente de su edad, su sexo, su posición o su idolatría, comenzaron a
morir instantánea e ineludiblemente, y sólo los que fijaban su mirada en
aquella serpiente señalada podían evitar su propia muerte.
Tanto la serpiente
como la cruz nos enseñan lo mismo: que no hay ley, religión o creencia
suficientemente buena o mala que podamos tener por nosotros mismos que nos
distinga y nos libre; y que el Hijo del Hombre no ha venido para perder las
almas, sino para salvarlas (Lc-9,57).
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