Salmo 23



No es por tener que empezar de alguna manera, o como cuando por prisas al dar las gracias por una comida muchas veces empezamos diciendo ‘señor’, que el salmista comienza de esta manera: “El Señor”, ‘YHV’ en hebreo. No, no debemos entender que sea tampoco por la métrica, la contemporaneidad del vocablo o la simple casualidad. No crea estimado lector que alguna de estas razones pudieron motivar a David, su presunto autor, a empezar así este salmo. Entre otras cosas, sin embargo, podemos estar seguros de que estamos ante una declaración que comienza descalificando cualquier lectura de interpretación privada que pueda hacerse del salmo. No habla el salmista aquí de un bonachón y místico gobernador del universo, comodín, adaptable a cualquiera que sean las expectativas del lector.

Esto es especialmente importante decirlo hoy día cuando este salmo parece que, por ser más de dominio público, puede utilizarse con más libertad como un mantra genérico en el que cada cual pone a su señor donde el salmista dice ‘YAVEH’. El pastor, el Señor al que se refiere el salmista y al que se le atribuyen todos estos atributos, de quien proceden todos estos beneficios, no es sino Jehová, el Dios que se reveló a Abraham, Moisés y los profetas. Es de ese Dios, eterno, revelado a sus hijos dentro de un tiempo y un espacio concretos, de quien quiere hablar.

No es ese Señor el dios de los filisteos, de los cananitas, de los moabitas o de cualquiera que con ingenio haya sido creado mezclando unos con otros. Y no es, consecuentemente, ese Señor el dios que nosotros, con nuestra imaginación, por virtuosa que sea, pueda crear cinco, diez o veinte siglos después. Dios no necesita que lo reinventemos cada 15 años porque entre otras cosas El permanecerá aquí cientos, miles y millones de años después de que nosotros nos hayamos muerto. Además, a diferencia de la mayor parte de los dioses, este Señor reclama para sí mismo una adoración exclusiva y no admite compartir el culto con ningún otro dios, “porque yo soy tu Dios fuerte y celoso” –le decía el Señor a su pueblo tras rescatarlos de Egipto (Ex.20:5). Para leer el salmo en el mismo sentido en el que fue escrito ha de estar uno dispuesto a comprender esto.

¿Estás dispuesto a asumir esa exclusividad antes de continuar leyendo este salmo?, ¿estás, como lo estaba el salmista, dispuesto a admitir tu dependencia absoluta a ese Señor, celoso, y a no hacerlo –por el contrario –de tus posesiones, seguros, familia, amigos o trabajo?. Si lo estás, sin duda eres bienaventurado; porque no le ocurre a este tu Señor como a nosotros, que cuando alguien nos da una responsabilidad creemos haber subido tanto en nuestro status quo que se nos olvida hasta que somos humanos. Por el contrario a El la responsabilidad que su Padre le da le lleva a “tomar forma de siervo, hecho semejante a hombres” no estimando para ello el “ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil2:7). Porque no creó Dios el mundo como aquel que hizo un reloj y lo dejó funcionando, sino que como lo hizo su mismo Hijo, “al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor” (Mt.9:36).

No olvidemos que la figura del pastor, a la que hace referencia al decir “es mi pastor”, –hoy día más refinadamente edulcorada gracias al trabajo de nuestros artistas plásticos- no era en aquella remota época la más diplomática de las figuras a las que podría haber hecho alusión el salmista. No era el pastor una persona de palacio, no mantenía relaciones con políticos, no hacía importantes tratos comerciales y no era –en definitiva- una persona con más responsabilidades que las de propias de cuidar de sus ovejas. La pobre condición de muchos de ellos había llevado a algunos a cometer delitos gracias a los cuales todo el gremio podía gozar de una mala fama singular. Aunque el premio a la figura menos diplomática del salmo se lo lleva sin duda no el pastor sino la oveja: animal torpe e inconsciente donde los halla, necesitada siempre de la presencia del pastor para las cosas más básicas.

Pero, ay, maravilla pues no es casualidad que fuese la oveja también un animal muy valorado entre los judíos. ¿Y no es alentador que Dios hacía lo que hacía con su pueblo por amor a si mismo, no por obligación, por aburrimiento, por casualidad o inercia, sino por amor a si mismo?. Pues esto confiere al objeto amado un valor del que a pesar de no poder sentirse responsable bien puede sentirse orgulloso, pues ninguno que desee hacerse a si mismo un regalo se compra algo despreciable o desagradable. Si es de Dios mismo de quien somos un regalo, y no de otros de nuestra misma condición, el valor que recibimos adquiere entonces dimensiones cósmicas. Sin embargo nuestro valor, paradójicamente, comienza a tomar cuerpo precisamente cuando somos conscientes de nuestra necesidad. Sin esa conciencia el Señor puede aparentar ser a nuestros ojos cualquier otra cosa menos un pastor. Pensemos, por ejemplo, en el tipo de dependencia que pueden mantener un animal de caza con el hombre, incapaz de poder ser especialmente hoy día más que un blanco entretenido en sus ratos de ocio. Más de uno desearía verse ante el hombre más bien como un depredador, libre de cualquier dependencia humana y capacitado además para matar si alguno trata de impedírselo. Aunque, no se extrañen, tampoco serían pocos los que desearían no ser más que un animal de granja. La dependencia forzada, la incapacidad para tomar decisiones que puedan finalmente perjudicarnos, tiene después de todo mucho atractivo para muchas personas. La relación del pastor con la oveja es del todo diferente a estas tres y no hay que hacer grandes estudios para darse cuenta. El valor de la oveja, su dependencia del pastor y sin embargo el constante peligro que corre al estar casi permanentemente en libertad ofrece una simbología utilísima para entender cual es la relación entre Dios y el creyente.

Este tu Señor ante esas necesidades propias de un animal como la oveja, ante esas carencias que el salmista encara con plena confianza al decir “nada me faltará”, no actúa con maquinal frialdad o rutinaria desmotivación. No, antes bien los pastos y las aguas a las que nos guía son ciertamente “delicados” y de “reposo”. No es desconocido de nadie que ni la maternidad ni la paternidad ha privado muchas veces al hombre de tratar con la crueldad de un torturador a sus propios vástagos Para el hombre el poder ha sido siempre una perfecta excusa para, en el mejor de los casos, la indiferencia. Y frente a esa realidad es alentador entender que este pastor sin parentesco trata a las desprotegidas ovejas con esmerado cuidado y lo hace además teniendo en cuenta su dolor, pues la “hará descansar”. Al final, llegados al cielo y la tierra nueva, no se dedicará a dar palmaditas en la espalda diciendo no ha sido para tanto, o a relatarle a cada uno como los sufrimientos de otros eran aun mayores “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos” (Ap.21:4). “Porque el Cordero que está en medio del trono –dice el mismo apóstol Juan- los pastoreará, y los guiará a fuentes de agua de vida, y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Ap.7:17).

“Confortará mi alma”, añade el salmista para describir la trascendencia del trato de su Señor. Porque su trato no se limitará, como ocurre con algunas de las más bien intencionadas empresas políticas de nuestro pasado siglo, a cubrir nuestras necesidades básicas del cuerpo, dejando de lado las carencias de nuestra alma. No, Dios no actúa así de cruelmente con nosotros. Ni tampoco es como muchos religiosos que privan al necesitado de un vaso de agua por ser esta una necesidad demasiado básica. Frente a esa escasez de la que todos hemos sufrido en algún momento el Pastor dice “Si alguno tiene sed venga a mi y beba. El que cree en mi, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn.7:37-38). Y esto sin importar cuan seco esté nuestro corazón pues no está ninguno de nuestros corazones tan seco como aquella piedra que en el desierto sirvió para dar de beber a miles de personas y a sus animales (Nm.20:11). No, Dios no espera que seamos nosotros quienes busquemos el agua que tiene que darnos sino antes bien que admitamos que realmente la necesitamos y que no la hemos encontrado por ningún lado. Pero, ay, terrible desgracia la del hombre que ante la necesidad pretende acusar a Dios y exigirle lo que de pura gracia desea darnos porque éste –aunque la reciba- no será realmente más bienaventurado que cualquiera de los israelitas que pasaron sus vidas dando vueltas dentro de un diminuto desierto.

La fe del salmista le lleva a confiar no solo en la provisión física y espiritual de su Señor sino también en su guía. Porque no era David como aquellos descendientes suyos que seguían a Jesús por una conveniencia puramente egoísta, “porque comisteis el pan y os saciasteis” (Jn.6:26) –les decía él. Las multitudes abandonaban a Jesús cuando él pedía de ellos algo que podía repercutir sobre sus propias vidas, algo que pudiera comprometerles. El salmista por el contrario confía en su Pastor también para recibir de él la dirección; y seguidamente a una declaración de confianza como “confortará mi alma”, añade otra de “me guiará por sendas de justicia”.

A Dios no le es indiferente que nos dejemos guiar. “Si me amáis guardad mis mandamientos –decía, no en vano, el Pastor-. Y yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros siempre, el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros… él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn.14:15-17, 26). No en vano todas las doctrinas que en los primeros años del cristianismo reclamaban conocer la verdad, contradiciéndose entre sí, eran sometidas a este primer testimonio de los apóstoles, a este “todo lo que yo os he dicho”; incluso cuando éstas pudiesen venir en el futuro de ellos mismos, como demuestra Pablo al decir “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Ga.1:8). “Porque no hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (II Pe.1:16) –añadía Pedro. “Lo que era desde el principio, -decía por otro lado el apóstol Juan- lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida… lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos” (I Jn.1:1-3). Hablando del conocimiento de la voluntad de Dios, el autor de Hebreos menciona de manera muy especial el testimonio de Cristo, la palabra que “habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad.” (He.2:1-4). Los apóstoles, aun a pesar de haber sido testigos vivos, de haber sido llenos de ese Espíritu Santo, de haber tenido incluso visiones que confirmaban sobrenaturalmente sus experiencias vividas con el Maestro, consideraban no obstante a las Escrituras como la “palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día oscurezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna de las profecías de la Escritura es de interpretación privada porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios fueron inspirados por el Espíritu Santo” (II Pe.1:19-21). Esa fidelidad al testimonio entregado por Dios en el pasado a sus hijos era no solamente propia de los apóstoles sino también del mismo Señor, que regresaba constantemente a las Escrituras para declarar su misión en el mundo, resistir la tentación y en general apoyar su testimonio. “Las palabras que yo os hablo no las hablo por mi propia cuenta” (Jn.14:10). “No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mt.5:17) – declaraba Jesús a unos atónitos judíos que se habían sorprendido más por su desconocimiento de las Escrituras que por una supuesta falta de fidelidad a la Ley de Jesús. No es por nada que ya los profetas tenían que reclamar a los judíos más conocimiento que sacrificios (Os.6:6).

Como le ocurre a algunos que intentan oir el a Jesús en la película ‘La Vida de Brian’ , muchos sienten cierta curiosidad por Jesús pero no son capaces de entender del todo sus palabras, lo hacen desde lejos y juzgan a los demás por sus propias dificultades. No así los que tienen fe para quienes las dificultades no son sino incentivos a prestar una mayor y más esmerada atención. A los que en tiempos de los apóstoles decían conocer a Jesús, pero no se sujetaban a sus enseñanzas, el apóstol Juan les dedica multitud de frases como la de: “El que dice: Yo le conozco y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (I Jn.1:4)

La guía de Jehová, el conocimiento de su voluntad, estaba para los salmistas íntimamente ligada también al conocimiento de la Ley, como puede comprobarse especialmente en los salmos como el extendido Salmo 119: “Lámpara es a mis pies tu Palabra, y lumbrera a mi camino” (Sal.119:105). David, a diferencia de su perseguidor Saúl y de sus propios soldados, no entendía que Dios se revelase a través de las emociones, de las buenas intenciones o de la facilidad con la que se pudieran suceder los acontecimientos y lo encontramos constantemente dependiendo del testimonio de los profetas para obrar en cada caso. Para muchos, que se acercan a Dios con especial devoción pero con un falso concepto de su gracia, el averiguar la voluntad de Dios se convierte en un auténtico tormento, porque olvidan que ya se les ha declarado lo que se espera de ellos: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno y lo que pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y a amar misericordia, y humillarte ante Dios” (Mi.6:8). Claro que ese “solamente”, como el ligero yugo de Jesús que no deja de ser un yugo por ser ligero, cuando falta la confianza y la obediencia lleva a los hombres a inventar sus propias formas de guiarse a si mismos unas veces por medio de inútiles sacrificios religiosos y otras veces por medio de la sacralización de sus propios impulsos naturales. Es de ellos, indistintamente, de quienes el autor de Hebreos dice aquello de: “Siempre andan vagando en su propio corazón, y no han conocido mis caminos” (He.3:10). Para el salmista, sin embargo, la guía de su vida está en manos de su Pastor, que le indica en cada momento por donde debe ir; su voluntad le es entregada como un don y él la acepta como tal.

¿Y no es terrible que dentro de sus planes esté incluido también hacernos pasar por valles “de sombra de muerte”?. ¿No había nuestro Pastor prometido llevarnos siempre por sitios agradables?, ¿...?. ¿Cuándo había prometido Dios tal cosa?. Si en algún momento te pareció oír una promesa así debieron ser las ganas que tenías de oírlas porque no hay persona a la que el Señor haya privado de pasar por este tipo de valles. Y de alguna manera, como ya introducía el apóstol Pedro, todo el tiempo estamos “en lugar oscuro” de manera que siempre es necesario “estar atentos a la palabra profética más segura como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día oscurezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (II Pe.1:19-21). Frente al mensaje de los falsos profetas que anunciaban en nombre de Dios la paz cuando no la había, Jesús advierte a sus amados discípulos “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn.16:33).

“He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” –nos anunciaba el Señor poco antes de volver con su Padre. Es importante reparar en que la confianza del salmista no se fundamenta en razonamientos como el de que al fin y al cabo todo el mundo pasa por malos momentos, como el de que hay personas en circunstancias aun peores, o como cualquier otro razonamiento de los muchos con los que nos rodeamos en situaciones de adversidad, sino en su esperanza de que su Pastor estará junto a él en esos momentos. “No temeré mal alguno porque tú estarás conmigo” –dice el salmista. ¿Cuántas veces no hemos menospreciado al Señor dando por obvia su presencia y exigiendo siempre algo más?.

David tenía sobradas promesas que le hablaban de circunstancias mucho mejores que las que tenía cuando tuvo que hacerse el loco y refugiarse entre los desheredados de los filisteos. ¿Por qué no las reclamaba?, ¿por qué ni siquiera se consolaba con la idea de que al final se cumplirían esas promesas?, ¿por qué consolarse con la presencia de Dios?. Sin duda había asumido su conciencia de oveja frente al Creador. Dependía de Jehová y se veía a si mismo como había visto a sus propias ovejas protegidas frente a la adversidad, “fuese león, fuese oso, tu siervo lo mataba” (I Sa.17:35) –decía con seguridad David sobre si mismo. David sabía además, como lo sabía el Maestro, que “el asalariado, que no es el pastor, de quien no son las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa” (Jn.10:12). Sabía que como abandonaron a la adúltera esposa de Oseas sus amantes así nos abandonan nuestros dioses cuando han sacado el provecho que esperaban de nosotros. Porque la desgracia de la oveja que es abandonada no empieza precisamente en el momento en el que es abandonada, sino mucho antes: “¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! –exclamaba Ezequiel en contra de los líderes de su pueblo- Coméis la grosura, y os vestís de la lana; la engordada degolláis, mas no apacentáis a las ovejas. No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, no volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia.” (Ez.34:2-4).

“A quien tengo yo en los cielos, sino a ti? –decía el salmista. Y fuera de ti nada deseo en la tierra.” (Sal.73:25). ¿Pero cómo podemos estar seguros de que esto es cierto también en nuestro caso si no nos hemos encontrado nunca necesitados de nada?. Aun el apóstol Pablo necesitaba entender ese “bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” (II Co.12:8) no por la vía del razonamiento y el estudio sino por la del dolor y el sufrimiento. Un dolor y un sufrimiento infringido bajo el control del Pastor, por medio de “tu vara y tu cayado”. Instrumentos que incompresiblemente en el momento de la prueba nos causan angustia y aflicción pero que finalmente, cuando hemos aceptado la corrección, nos “infundirán aliento”. “Es verdad –explica el autor de Hebreos- que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He.12:11) “Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (He.12:8). La actitud que tomamos frente a la prueba, como ocurría en la parábola del sembrador con la semilla que crecía entre rocas, que “creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan” (Lc.8:12), hace una separación ente los que pertenecen al Pastor y los que no. Por esto sabemos que hace falta algo más que una disposición inicial a formar parte del redil y que no es hasta el momento de la dificultad que descubrimos si somos realmente ovejas o bien cabritos. Y de cualquier forma, nos guste o no, Jesús anuncia que llegará el día en el que “serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos.” (Mt.25:32) independientemente de si lo han entendido como él unos y otros.

Para la oveja que, como decía Jesús, conoce su voz, este juicio no es sino motivo de “aliento”, y esto por haberse “perfeccionado el amor en nosotros” (I Jn.4:17). “Vive Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino y que viva” –le decía Jehová a su pueblo a través de Ezequiel (Ez.33:11). “Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada; vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil; mas a la engordada y a la fuerte destruiré; las apacentaré con justicia.” (Ez.34:16). Las diferencias entre la relación que mantiene el Pastor con sus ovejas y la que mantiene con las que no lo son, son más que evidentes a lo largo de toda la Escritura. El texto que hemos mencionado de Ezequiel es uno algo más que significativo: “He aquí yo, yo juzgaré entre la oveja engordada y la oveja flaca, por cuanto empujasteis con el costado y con el hombro, y acorneasteis con vuestros cuernos a todas las débiles, hasta que las echasteis y las dispersasteis. Yo salvaré a mis ovejas, y nunca más serán para rapiña; y juzgaré entre oveja y oveja. Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él les será por pastor.” (Ez.34:20-23).

“Aderezas mesa delante de mi en presencia de mis angustiadores” –escribía el salmista. Siguiendo la costumbre judía de intimidar mientras se come en la misma mesa también Jesús, que es el David que prometía el Señor a través de Ezequiel, promete comer –no con todos, pero sí con todos y cada uno de sus hijos: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” (Ap.3:20). Porque este Pastor no mantiene relación con sus ovejas desde lo lejos. No envía mensajeros a que hagan el trabajo por él, ni tampoco se molesta por tener que entrar en casas más humildes que la suya. Su identificación con sus criaturas le llevará incluso a ocupar el lugar de una esclava lavando nuestros sucios pies “porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” (Lc.16:15). No se extrañe nadie pues es este mismo Señor quien es capaz de llenar su casa con “los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos” (Lc.14:21) y celebrar una cena con ellos. En esta cena, a diferencia de la que se celebra en la película de Luis Buñuel ‘Viridiana’, los que no honran al Señor son despedidos (Mt.22:11-14) principalmente porque en esta cena sí existe realmente un Pastor y, además, las ovejas conocen su voz. ¡Qué triste sería la vida si este Buen Pastor no hubiese existido como tal!, ¡y sin embargo toda esa tristeza no es nada comparada con la vida del que, existiendo él, no es capaz de reconocer su voz!. Terrible tragedia la del que por endurecimiento, después de haber oído su voz por los caminos diciendo “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” (Mt.11:28), una vez tras otra, cada vez más débilmente –como escribía Sören Kierkegaard-, ha permanecido quieto.

‘¿Venid a mi…?’ –se preguntaban extrañados muchos de sus contemporáneos. Como veían a Jesús sus contemporáneos, así veían muchos a David los suyos. ¿Cómo podía un rey “ungido con aceite” salvar a un pueblo viviendo como un desheredado?, ¿dónde estaban las promesas de prosperidad que les habían señalado de entre los demás?, ¿qué podían mostrar para que mereciese la pena creer en ellos?. Como David pudo conseguir su reinado rápidamente en alguna de las muchas ocasiones que tuvo la vida de Saúl en sus manos, así también Jesús pudo evitar todo el sufrimiento de su ministerio aceptando la tentadora oferta que recibió en el desierto. Sin embargo ninguno de los dos cedió y sus angustiadores tomaron ventaja de ello como se descubre leyendo ambas historias. David, habiendo dejado en manos de Dios la muerte de su otro ungido, Saúl, acabaría recibiendo finalmente no sólo su reinado sino también el favor de su Señor en presencia de sus angustiadores. Del Nuevo Testamento entendemos que Jesús, por haber hecho la justicia según se la ordenó su Padre, recibió también su favor y esa mesa preparada en presencia de sus angustiadores será finalmente apreciada por todos cuando este admirable Pastor se muestre como lo que realmente es, como Rey.

La Palabra nos enseña que a menudo, después de que el Señor ha derramado su misericordia, somos sorprendidos con que sobran panes y peces. Mientras dura la prueba la copa del creyente está rebosando –lo que no habla sino de abundancia-, no porque haya recibido en vida todo lo que podría hacerle grande frente a sus enemigos sino porque él “escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad.” (Sal.84:10). Su “copa está rebosando” porque no la ha llenado de vanidad sino de “el bien y la misericordia” recibidos.

Al final esta oveja continúa descansando realmente en la esperanza de que sus necesidades serán siempre suficientemente satisfechas y no le encontramos haciendo ninguna angustiosa petición. No sólo agradece el bien y la misericordia recibidos en tiempos difíciles sino que descansa en la esperanza de que continuará recibiéndolos. Pero a David no le ocurre como al “siervo malvado” que no fue capaz de –tras haber sido perdonado por su señor, perdonar también él a su consiervo (Mt.18:23-35). Ante ese convencimiento el pensamiento que le sitúa como deudor en amor frente a los demás comienza a ocupar su mente y espera confiadamente en la dirección de su Señor para hacer también él el bien y la misericordia que ha recibido de él. Nadie que tenga su cabeza ocupada con pensamientos que giren concéntricamente sobre uno mismo es capaz de ser suficientemente útil en su entorno pues hay muy poco sitio para uno mismo en el mandamiento a amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo (Mc.12:28-34). Si el amarse a uno mismo no está incluido en ningún mandamiento es precisamente porque de ese tipo de amor andamos todos sobrados, si bien aislado de los otros, transfigurado en puro egoísmo, es capaz de ser sumamente perjudicial y sumamente difícil de identificar con lo que deseamos entender que es el amor. Por su lado el salmista, que no entra en esta discusión, al menos sí descansa en que cualquiera que sea su carencia ésta será cubierta no por algún tipo de interiorizada mentalización sino más bien por la certera confianza en las promesas de su Señor. Promesas que también a nosotros nos aseguran que ese nuestro común Pastor no pretende hacernos sobrellevar ninguna carga que no podamos soportar (I Co.1:12) y que sin duda podremos amar a Dios y a nuestro prójimo si él nos lo pide. “Mas no ruego solamente por éstos, -oraba el Señor Jesús- sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn.17:20-21).

La inminencia de nuestra partida, pues no somos sino peregrinos en este mundo, convencía a Pablo de la utilidad de estas palabras dirigidas a los creyentes de Corinto: “El tiempo es corto; resta pues, que los que tienen esposa sean como si no la tuviesen; y los que lloran como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este mundo se pasa” (I Co.7:29-31). En esa esperanza descansaban nuestros primeros hermanos en Cristo y no es casualidad que también sea como David termina esta preciosa declaración de dependencia: “En la casa de Jehová moraré por largos días”.

Los discípulos habían vivido unos años de una manera particularmente cercana a Jesús que ninguno de nosotros hemos vivido, pero llegado un momento el Pastor tiene que partir… y esto, paradójicamente, por que les convenía: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré…, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere.” (Jn.16:7, 12). ¿Cómo puede convenirle a la oveja perder de vista al Pastor después de todo lo dicho?, ¿cómo le guiará a esos delicados pastos?, ¿quién le infundirá aliento con la vara y el cayado si el Pastor se ha ido?. “El que me ama –dice, sin embargo, el Pastor-, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.” (Jn.14:23). Es por esta realidad que cada creyente puede sentirse privilegiado por encima del mismo David quien, según el autor de Hebreos, murió sin recibir lo prometido (He.11:40). La íntima comunión que hay entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, haciendo morada en cada creyente permite al creyente tener una comunión aún más estrecha con el Pastor aparentemente desaparecido. “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.“ (Jn.14:1) “

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; -escribía el apóstol Juan- porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” (Ap.21:1-4)

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